Aquel 3 de junio de 1904 Cádiz se levantó con un calor considerable. La ciudad celebra el Corpus en medio de un ambiente en el que tanto los propios gaditanos como muchos turistas ocupaban las calles que por entonces permanecían adornadas con guirnaldas y flores. Algo que animaba a la gente a salir y disfrutar de un día fuera de casa para alegría de los comerciantes de la ciudad.
Como siempre ha pasado, mientras unos se entregaban al Santísimo, otros lo hacían a San Lorenzo. La playa recibía los primeros visitantes no solo para coger los primeros rayos de sol si no también para trabajar. En la almadraba que había por entonces situada al final del barrio de San José – hoy la cochera de Comes – y sobre las once de la mañana, cuando los trabajadores se encontraban enterrando las cabezas y demás desperdicios de los atunes capturados, tiene lugar un suceso que quedará grabado en la historia de nuestra ciudad. Cuando llevaban un hoyo de más de medio metro, ¡zas!: la voz de un hombre se alza para dar la noticia.
“Unos duriños” gritaría él. Vamos lo decimos porque el individuo en cuestión era gallego. La voz llega a los oídos de su socio, José Zarandieta, y a los de los demás carabineros. Así que sin necesidad de whatsapp ni red social alguna, en Cádiz nunca las hemos necesitado, en cinco minutos el barrio entero se entera y allá que van dispuestos a abrir zanjas hacia la orilla como auténticos posesos.

Mientras el Corpus sigue su rumbo por las calles de la ciudad, muchas personas tienen las manos llenas de duros (monedas de curso legal en la época de Fernando VI). Pronto tienen lugar los grandes tópicos de esta ciudad: que si hay una gachí que se ha adueñado de 500 duros ó la mítica frase de: “yo voy a coger más por si me lo quitan“. Las mismas ansias que hoy día seguimos viendo cuando dan algo gratis: ¿Periódicos? ¿Gorras feísimas? ¿Bolsas vacías? ¿Un jamón con chorreras? Bueno, dame dos o tres. Total, si es por mangar…
Así que ante este percal, no se puede calcular la cantidad exacta de monedas que se encuentran pero se cree que son unas 1500… Y como en Cádiz la vida uno siempre se la ha tenido que buscar por su cuenta, muchos gaditanos no dudan en ponerse a vender en la propia playa las monedas al precio de tres pesetas. Estamos hablando del barrio de San José solo. Pero cuando el resto de la ciudad se entera de lo de las monedas, al día siguiente la playa se convierte en una feria. Allá que va la gente provistas de palas y demás dispuestas a escarbar hasta encontrarse con la mismísima Gades si hace falta. Cuando los dueños de la almadraba ven eso, las carnes se le abren como las Puertas de Tierra e intentan prohibir la búsqueda con la guardia municipal del barrio de San José. Pero eso es como prohibir el botellón un sábado de Carnaval. No hay cojones. A las cuatro de la mañana, ya había más gente dentro de la playa que en sus casas. Las calles desiertas y todo el mundo allí. Ni los conciertos que daba la Teo en su día en la Victoria… Que manera de escarbar… Las tiendas de manicura se forrarían en los días posteriores, claro…
En poco tiempo, la ciudad se enfrenta a una lógica situación: cuanto más gente hay, menos monedas quedan en la almadraba. Así que poco a poco, y pese a que a la gente le cuesta despegarse de allí, las búsquedas van disminuyendo considerablemente. Los gaditanos y gaditanas comienzan a aburrirse y preferir más ya el mirar simplemente las faenas que seguir buscando.
¿Cuál era realmente el origen de las monedas? Mientras unos insisten en que procedían del “Defiance”, otros se empecinan en mantener en que era el botín de un barco pirata llamado el “Defensor de Pedro”.
Al año siguiente, y con el Carnaval como marco incomparable, Antonio Rodríguez, o lo que es lo mismo, El Tío de la Tiza, saca el coro llamado Los Anticuarios, y un tango que habla de la aparición de los duros en la playa. Al día siguiente, los gaditanos ya se saben de memoria la letra del tango. Pelotazo al canto. Imagínense. El doble o triple de la que dio en su día Manolito Santeander con su pasodoble al Cádiz…