Debo reconocer que a pesar de que siempre has sido mi fiel compañera y la hermana melliza de mi sombra, en estas fechas tu compañía me resulta insoportable. Caminando por estas calles atestadas de gente me siento a tu lado como el significado más puro de tu palabra reflejada en un diccionario cualquiera.
Tú, si tú, soledad, haces que mi mente se desvíe como un autómata de todos los círculos de colores que rodean estas calles frías. La navidad nunca fue para mí un tesoro muy valioso, salvo porque siempre me sentí rodeado de los míos. Quieras o no, esa seguridad hace aflorar en la juventud de un adolescente la prepotencia y el deseo de explorar otras vertientes de uno mismo por si solo.
Cuando los años caen como chuzos de punta y se van clavando en tu piel dejando marcas que se convierten en experiencias y enseñanzas, tu mente toma dos vertientes. Esta noche, 24 de diciembre de un año cualquiera, siento que mi corazón se ha separado en dos. Miro mis manos temblorosas aún y con restos que no acabo de comprender. ¿Qué hice y por qué lo hice?
Pensar en lo que me espera en próximas horas no hace más que llenar mis sueños de tierra. Me siento un muerto en vida y aunque lo venidero me llena de una extraña calma, ahora mismo estas malditas luces navideñas y las carcajadas continuas de felicidad que me rodean, solo consiguen que mis manos quieran actuar de nuevo….
Un pequeñajo con cara de listillo se me acerca con un ridículo gorro de reno, mientras juega a la pelota con uno de sus supuestos primos. La plaza está abarrotada y nadie, ni siquiera su familia que está dentro del restaurante cebando sus cuerpos de comida y alcohol, son capaces de ver el peligro que supone dejar a unos niños jugando fuera en una plaza infectada de gente. Mis padres tampoco lo vieron venir el día que mi hermana fue raptada por ese maníaco…
- ¿Señor, podría pasarme la pelota?
Aquella voz infantil que martilleó mi sien, me sacó de los ecos de aquellos gritos que mi madre vomitó cuando nos confirmaron que habían hallado el cuerpo sin vida de mi pobre hermana Lucía.
- ¡Toma niño! –dije con desdén-. Tus padres deberían tener cuidado con dejaros por aquí solo…
- ¿Solos? Jajajajaja –rió el niño, burlándose de mí-. Si estamos rodeados de gente.
- A veces la multitud es más peligrosa que la soledad –le dije mientras lo agarraba del brazo con fuerza. A continuación, le susurré al oído las palabras que el asesino de mi hermana me dijo antes de que yo pudiera “escapar”: ¿A quién esperabas?…
Le solté al instante y con cara de terror se fue corriendo despavorido al interior del restaurante con su compañero de juegos. El aroma de un pequeño puesto de castañas se difuminó tétricamente con mis recuerdos. El ruido del crepitar del carbón y el humo que cegaba a la dueña del puestecillo ambulante, me llevaron a aquella noche de navidad en la que mis padres, mi hermana y yo salimos a la calle para “embadurnarnos” del ambiente navideño y disfrutar de las mini vacaciones que nos otorgaba el colegio y el trabajo de mis sacrificados padres, dueños de un bar a las afueras del centro urbano.
Precisamente hasta allí (como hoy me dirijo yo), mi familia y el que os habla, íbamos surcando calles llenas de murmullos, luces, gente ataviada con adornos o simplemente degustando unas chucherías mientras caminaban refugiándose del frío de las calles más desiertas.
Recuerdo el enfrentamiento que tuve con Lucía, pues ambos queríamos un algodón de azúcar y una manzana caramelizada. Nuestros padres nos dieron a elegir salomónicamente entre uno y otro y a pesar de escoger cada uno un producto, los niños son niños y nos fue imposible el no arremeter con nuestras bocas en la elección dulce de cada uno.
Yo siempre fui el más sensato de los dos, no por ser el mayor, sino porque me gustaba compartir. Lucía era la niña bonita. Todo era para ella y esa educación por parte de mis padres la convirtió en un ser egoísta y a veces despreciable, pero era mi hermana y yo la quería.
En uno de nuestros juegos nos separamos de nuestros padres, que hablaban con el médico del pueblo y su esposa. Seguramente el tema de conversación era yo. Con tan solo 10 años en aquella época empezaron a darme algunos brotes muy extraños. El doctor Domínguez los catalogó en un principio como celos por mi hermana. Por entonces llevaba un par de meses haciéndome todo tipo de pruebas para determinar la dolencia exacta.
Como digo, mi hermana y yo nos separamos de mis padres y cuando nos quisimos dar cuenta estábamos metidos en un barullo de gente que no nos dejaban movernos. La marea humana se dirigía al centro de la plaza donde iba a dar un concierto un cantante conocido, el cual sinceramente no me acuerdo. El caso es que cuando nos quisimos dar cuenta nos alejamos demasiado y después de ir en busca de la travesía de mi hermana, me tropecé con un agujero del camino de tierra de uno de los jardines nevados de la zona y me di un golpe en la cabeza tremendo. Lo único que recordé en esos instantes fue la risa insufrible de mi hermana y un calor interior que surgió de mis adentros como el agua hirviendo. A continuación me desmayé o al menos es o creo… No sé cuánto tiempo transcurrió solo sé que antes de despertar escuché esa frase como un susurro en mis oídos: Nunca se sabe quién espera….
Al abrir los ojos, el terror me dio de latigazos en el corazón. Mi hermana no estaba conmigo, y sin embargo mis manos temblorosas estaban llenas de sangre y barro. Mis pantalones americanos azules estaban desgarrados a la altura de las rodillas; el abrigo gris de botones grandes y capucha que mi madre me compró ese mismo invierno, era la caricatura más parecida a un espantapájaros.
Grité y grité como un loco. El espacio a mi alrededor se llenó del nombre de mi hermana. De repente, mis ojos veían todo de un color rojizo, como si una leve capa rosada hubiera velado mis retinas y sentía que mí cabeza se estrechaba cada vez más, provocándome unos mareos terribles. Caí de nuevo de rodillas y al levantar la mirada solo puede atisbar a lo lejos entre aquella confusión visual el centro del pueblo. El escenario que tiempo atrás divisé con mi hermana, era ahora como un espejismo en el desierto.
Me encontraba en una especie de descampado, junto al riachuelo que bordeaba el pueblo. El murmullo del agua estaba dejando a mis pies sin vida y mis labios estaban agrietándome por el continuo nerviosismo que me invadía y hacia que me los mojara cada dos segundos. Un pequeño escarabajo, empezó a bordearme mientras trataba de esquivar las hojas secas de su camino. Era tal mi estado de nervios que incluso creía que aquel bicho me estaba vigilando o juzgando ¿Qué demonios había ocurrido? ¿Dónde estaba mi hermana? ¿Sería la sangre de mis manos suya? Yo no estaba herido, salvo el golpe en la cabeza tras mi caída y las rodillas magulladas. Mi respiración empezó a recortarse como las grietas de mi boca y tenía unas ganas inmensas de llorar de impotencia. Irónicamente, una imagen se cruzó en mi mente: el tacto suave de las manos de mi madre cuando me acariciaba la cabeza tumbado en el sofá para que me durmiera. El torbellino que sacudía mis extremidades se paró al instante, pues el amor todo lo cura y me auto-convencí de que tenía que salir de allí.
Al girarme divisé un minúsculo rastro de gotas rojas en el camino. Supuse que era la clave para encontrar a mi hermana y avance con premura. La arena y las piedras se movían tras mis pisadas como si fueran un puñado de canicas intentando hacerme caer. Mis nervios y mis torpes movimientos hacían el resto. La meta de aquel cortejo de “vida roja” me llevó a un pozo sin salida….el riachuelo que rodeaba el pueblo.
Volví a chillar hasta desgarrarme la garganta por la impotencia de lo evidente. Lucía, con tan solo 7 añitos no sabía nadar y aunque el río no era profundo si tenía en su interior pequeños pozos en los que mi hermana no haría pie, contando por supuesto con la corriente como hándicap añadido.
El agua era un colmado de escarcha helada. Mis pies de por sí ya no eran parte de este mundo y mi cobardía colmó la balanza a mi favor del hecho de buscar ayuda. Corrí y corrí como jamás lo he hecho hasta hoy día.
Al llegar al pueblo, la vida seguía su curso como si nada hubiera pasado. Un abuelo jugaba con sus nietos intentando evitar que estos no le robaran su paraguas de color morado, mientras yo no podía dejar de mirar la intensidad roja de su corbata.
Empecé a andar como un zombi entre la multitud. Nadie se percataba de mi estado, hasta que lleno de una furia anodina, me arrodillé sobre la arena amarillenta y levantando los brazos al cielo grité: ¡¡¡Ayuda!!! ¡¡¡Mi hermana a desaparecido!!!
El efecto dominó que provocó mi aullido, hizo que mis padres aparecieran de la nada. Todo se paró a mi alrededor. El escenario enmudeció el jolgorio que rodeaba los puestos ambulantes, estos a su vez dejaron de brillar y las pisadas de los transeúntes se transformaron en gritos ahogados y murmullos inconexos que taladraban mi conciencia traumatizada. Sin más, empecé a caer preso de un desmayo y justo antes del instante del impacto mi padre me acogió en sus brazos evitando el golpe contra el suelo.
El despertar acortó y turbó mis sentidos. Sentí como mis oídos veían el dolor y mis ojos escuchaban las lágrimas que caían desaforadas por las mejillas de mi madre y se mezclaban histriónicamente con sus gritos. La policía le acababa de informar del encuentro del cuerpo ahogado de Lucía. Intenté llorar, y lo único que conseguí fue abrir la boca tapando mis dientes con unos labios tan estirados como el terror y el dolor que se acumulaba en mis entrañas.
Las horas siguientes fueron tan agotadoras como el trauma sufrido. Mis padres no paraban de pelearse con la policía, intentando funestamente que me dejaran en paz unas horas por el trauma vivido. Yo les comprendía y a pesar de estar en shock, supe diferenciar entre el alboroto la voz de un policía que intentaba con sensatez convencer a mis padres de la importancia de mi testimonio.
- Señores, por favor. Carlos es el único testigo presencial del supuesto asesinato. Necesitamos saber que vio. Todo lo que recuerda por muy vago que sea.
La indignación de mi padre al escuchar las palabras “supuesto asesinato”, solo consiguieron enervarle más y ante lo que se avecinaba de nuevo, me puse de pie lentamente y mientras bajaba de la parte trasera de la ambulancia donde me curaron el golpe en la cabeza…
- ¡Basta! –chillé con mesura-. Hablaré con usted agente. Le contaré todo lo que sé.
Mis palabras congelaron los gestos y las palabras malsonantes de mis padres y todos los presentes abrieron por igual la boca y los otros ante mi frialdad. Todos, menos aquel policía escuálido, cuyas manos eran más grandes que su redondo y tiznado rostro color caramelo. Su sonrisa sardónica me resultaba inquietante.
- Señor Ramírez. El chico ha hablado. Dejemos que se exprese.
A pesar del continuo tintinear molesto del fluorescente de mi cocina y la presencia incómoda de mi padre en el interrogatorio del agente Sanz (que así se llamaba aquel inquietante policía), no me dejé amilanar por su mirada inquisitoria y las sutiles preguntas del agente. Con mis 15 años de edad y la estúpida prepotencia que me otorgaba el haber visto tantas películas de policías, creía que aquello iba a ser un paseo militar.
Os preguntaréis el porqué de mis especulaciones. La mirada de Sanz lo decía todo. Él me creía culpable de la muerte de mi hermana. Sin embargo, la seguridad de mi inocencia me mantenía tranquilo y por ello decidí jugar un poco con él y su compañero. Aquello no fue tan mediático como lo fue otros asesinatos en nuestro país….aun no. Por ellos, ambos agentes supieron dónde golpearme literalmente sin que nadie lo viera y así desahogarse ante mi osado despliegue de inteligencia.
Callé por miedo y por vergüenza. Lo único que quería era que encontraran al culpable. No quería más enfrentamientos policiales con la gente del pueblo. A las dos semanas el caso se hizo eco poco a poco en todas las “vías públicas” y mi cara salió a nivel nacional de la noche a la mañana en todas las cadenas de televisión. Inexplicablemente y a la par, mis brotes fueron disminuyendo sin tratamiento alguno. Por seguridad y ya que no se me acusó formalmente de asesinato, pues no tenían pruebas contra mí, ni el arma del crimen, mis padres optaron por mudarnos de ciudad.
El cambio transformó mi vida. Evidentemente el rastro de la tragedia nos siguió acompañado toda la vida, más si cabe, por el hecho de que jamás se encontró al asesino.
En la capital y con el paso de los años me convertí en un ciudadano más de a pie. Un bulto más a los ojos de cualquier pajarillo que surcaba el cielo. Hasta esta noche…..
Todo ha comenzado de la misma manera que empiezan todas las discusiones estúpidas. A pesar de los años y que la vida me fue bien, no pude ni quise separarme de mis padres. Azares del destino, mi hermana murió el día de navidad y mi padre hace hoy mismo, 24 de diciembre de 2015, dos años que nos dejó por un infarto fulminante.
Mi madre empezó a refunfuñar desde primera hora de la mañana quejándose por todo: “¿Por qué salpicas el espejo del baño cada vez que entras?” “Ten cuidado con las gotas de agua que dejas por todos lados cada vez que friegas”. En fin, tenía ganas de gresca y la encontró.
En una de aquellas discusiones sacó de dentro todo lo que llevaba acumulando durante años y empezó a dejarme por los suelos con sus improperios y reproches: “Si hubieras cuidado de mi pequeña, ahora estaría viva” “El cambio de ciudad acabó con la alegría de tu padre y dejó de quererme por ello”. La gota que colmó el vaso fue el desar que yo hubiera sido el asesinado y no mi hermana. Sus irreverentes carcajadas me trasladaron sin explicación alguna a la tarde que Lucía murió y fue entonces cuando mis ojos vieron la verdad….
Nadie me susurró nada cuando caí y creí desmayarme. Como si estuviera viendo la escena en tercera persona, contemplé como otro yo se levantó del suelo y con una voz oscura contestaba a la pregunta que mi temerosa hermana le hacía:
- ¿Carlos….eres tú?
- ¿A quién esperabas?
Vi el pavor más genuino en el rostro de Lucía. Al instante, ella intuyó que el Carlos que tenía enfrente no era yo. Lentamente aquel demonio o lo que fuera que estaba poseyendo mi cuerpo se agachó lentamente a por la piedra con la que me había dado el golpe en la cabeza. Mi hermana empezó a retroceder en dirección al río. Sus pequeñas piernecillas se trastabillaban torpemente con los brotes de hierba mala que había hasta el agua. Mi otro yo avanzaba hacia ella con una parsimonia terrorífica y con aquella sonrisa, aquella sonrisa tan parecida irónicamente a la del agente Suárez. ¿Fue aquello un aviso funesto de mí subconsciente para que me diera cuenta por entonces de lo que hice y así entregarme? No lo sé, solo sé que a los dos segundos aquel Carlos se abalanzó sobre Paula y le dio un testarazo tremendo con aquella roca. La sangre salpicó a mi otro yo y el cuerpo de una niña de 7 años cayó al río dejándose arrastrar por la corriente helada.
La furia se acumuló en mis manos, haciéndome temblar como un terremoto de nervios. En ese preciso momento, delante de mi madre, me di cuenta de que yo fui el asesino de mi hermana y antes de que la pobre mujer pudiera articular otra palabra malsonante sobre mí, me abalancé sobre ella como un alud y agarré su perfilado y blanco cuello hasta intentar unir mis manos la una con la otra. Sus uñas afiladas y bien cuidadas intentaron arañarme la cara, consiguiéndolo dos veces. Abofeteé sus mejillas con ansia, mientras la herida de mi ceja izquierda dejaba caer unas leves gotas de sangre sobre mis manos. Unas manos que eran en esos instantes lo más parecido a un garrote vil. Los ojos de mi madre parecían dos espejos y en ellos vi reflejado a la oscuridad que me poseyó años atrás y me dejé llevar de nuevo por ese fuego abrasador. El aire en los pulmones de mi madre salía a duras penas por su garganta en forma de gruñidos, señal de su asfixia. Suavemente y después de unos 15 segundos, la fuerza de sus manos se fue apagando como el reposo de un cuerpo fatigado por el cansancio y la dejé sobre el sofá del salón con un beso en la frente.
Descubrir que aquella no fue la primera vez que mataba me llenó la boca de un regusto amargo y repugnante, pero a la vez mi cuerpo se sentía satisfecho al igual que cuando haces ejercicio. Fui consciente por primera vez de mi otro yo. Parecía como si aquel demonio del pasado me hubiera dejado formar parte activa de su espectáculo. Asumí mi locura ante el acto y lloré de impotencia al notar en mi fuero interno que había disfrutado de aquella experiencia.
Me levanté del sofá, me aseé en el baño y al mirarme en el espejo, descubrí que estaba solo. La oscuridad en mis ojos me había abandonado. Su papel en este juego macabro había terminado. Había corrompido otra alma más.
Ahora, en este viaje hacia comisaría estoy empezando a descubrir parte de mi memoria que me aterrorizan. Veo caras desconocidas en mi mente y estas a su vez se interponen a los rostros de la gente con la que me cruzo por la calle. Cambian el semblante sereno y con muecas de satisfacción me dicen lo mismo una y otra vez: ¿A quién esperabas?
Frente a comisaría e ido por las alucinaciones, un agente de policía me da la bienvenida y viendo mi estado catatónico, sale corriendo hacia mi y me ayuda a no caer al suelo. Me da un vaso de agua de la máquina expendedora de la entrada y me mira fijamente a los ojos.
- ¿Estás bien? –pregunta preocupado a la vez que pone una de sus manos sobre mi hombro, en señal de apoyo y comprensión.
- Estoy bien –contesto secamente y con la cabeza gacha, mientras bebo a pequeños sorbos-. Vengo a….
En ese preciso momento, entra por la puerta de comisaría el que en su día fue el inspector Suárez. Más encorvado, con la misma cantidad de pelos, pero blanquecinos y la misma sonrisa. Al verme, la seriedad nubla su gesto y se despide del acompañante con el que entró. El agente que me atendió y que está a mi lado pronuncia las palabras exactas en aquel preciso instante: ¿A quién esperabas?
Alzo la cabeza un poco más en firma de señal y a través de mi flequillo miro al agente Suárez y de nuevo capto su sonrisa eterna. Estoy seguro de que a pesar de los años me ha reconocido. Soy la única piedra en su intachable hoja de servicios. Solo se me ocurre contestar a la pregunta de la manera más directa: “A él”.
Fin
Oscar Lamela