Si cierro los ojos parece que la estoy oyendo. Cuando aquella mujer con más de siete décadas de vivencias en sus venas miró un día a su alrededor y no reconoció la que siempre había sido su casa, a todos se nos cayó el alma a los pies. Sus recuerdos empezaban a marchitarse como las hojas de los árboles en un otoño que para todos iba a ser largo y duro. Aquellas cuatro paredes repleta de recuerdos, de experiencias, de penas y alegrías no eran ahora más que las cuatro paredes de un lugar que no consideraba su casa. El desasosiego se apoderaba de ella ante nuestra infinita impotencia. ¿Cómo hacerle entender? ¿Cómo ganarnos de nuevo su confianza?
Sin embargo, los efectos de aquella desalmada enfermedad no habían hecho sino empezar. Asombrados ante lo que veíamos, aquella mujer cuyos recuerdos iban desahuciándose lenta pero inexorablemente iniciaba un viaje hacia su pasado refugiándose en sus momentos más dulces con la tranquilidad añadida de la ausencia de su cruel realidad. Por eso, la vimos reír y ser feliz en aquel mundo al que había viajado y de donde nos temíamos no tenía pensado volver.
Y así, pasaron los días, las semanas, los meses y los años. Y aunque la vida continuaba asestando los golpes propios del paso de los años, ella continuaba en aquella burbuja a la que había sido aducida viviendo su propia realidad, tan alejada de la nuestra. Hasta que un día su propia burbuja explotó. Aquella mujer a la que vimos rejuvenecer en su largo e intenso otoño, ahondó más en su vuelta al pasado convirtiéndose prácticamente en un bebé. Su mirada se convirtió en el reflejo de ella misma. Unos ojos que iban perdiendo el brillo de la lucidez y tomando la oscuridad de la tristeza de su crucifixión. Pero unos ojos que siempre expresaron lo mismo: la desesperada necesidad de creer en quién tenía enfrente porque desde ese momento se convertiría en sus pies y manos.
Unos pies y unas manos que no solo eran apartados de la vida social de un plumazo, sino que sufrían de primera voz el dolor de ver como aquellos noventa años de vida se iban consumiendo irremediablemente. Hasta que un día, al árbol de aquel intenso y largo otoño se le caía la última hoja pero con la tranquilidad de haber sido el árbol más cuidado, amado y mimado de toda la faz de la tierra.
@ManoloDevesa
Día Mundial del Alzheimer