El Relato: Cristalina Tortura (y III)

Él cerró sus ojos ante el horror y aunque intentó no hacerlo la imagen lo envolvió en unas nauseas irrefrenables y vomitó sin remedio. Al levantar la mirada, frente a su tez no había nada, solo la cama que lo esperaba como única amante y a su alrededor miles de reflejos de su cuerpo sobre los trozos de un espejo que sí se hizo añicos. Se levantó como pudo y al ir al cuarto de baño y quitarse su camiseta azulada y sus boxer blancos salpicados de motas rojizas, descubrió como su vientre seguía marcado, pero esta vez totalmente cicatrizado y espantosamente con el mismo dibujo que el espectro se hizo a si mismo.
Su propósito fue claro y después de dejar su cuerpo impoluto de cualquier resto de cortes, sus nervios vencieron al sueño y postrado en la cama con su viejo Compaq, trató de hallar respuestas a algo que se le escapaba. Las señales no dejaban de golpear su sien y a pesar de los 12 km que lo separaban del mar, éste y su olor no paraban de insinuarle que aquella alucinación estaba conectada con el pasado y su actual presente.
El caso era que el rostro que provocó sus deseos y jugó con su vida desde entonces le era familiar y debido a su puto bloqueo emocional no pudo discernir su origen. Un flash mojó sus ideas y nunca mejor dicho en ese caso, cuando por azar o quien sabe, puso de fondo la melodía de su fracaso musical. Éste la verdad fue muy poco documentado y solo se dejó llevar por la habladurías de los pueblos del municipio y su corta inspiración y desgana.

¿Podría ser ella? ¿La naufraga era la culpable de mi amarga existencia? – se dijo sin mucha convicción. Las notas que hoy le recordaban la inutilidad de su talento, fluían entre sus dedos mientras sus gafas de leer medio caídas reflejaban un millar de enlaces sobre la historia de aquel galeón y su trágico final. Todos repetidos y todos con las mismas indicaciones, solo un nombre coleaba entre los datos de aquel hipotético naufragio, el capitán del galeón y cuya transcripción fonética del inglés le hacía llamarse Gillermo de Alúa.
Sus dedos volaban sobre las teclas mortecinas que la pantalla alumbraba, y en breves clips halló las respuestas. Viejo lobo de mar y militar condecorado por la marina de su país, se hizo a la mar en aquellos tiempos por última vez en medio de la guerra y rebelión de Irlanda. Su rey Carlos I, le obligó a partir en busca de riquezas con las que poder ganar la guerra, pero eso era lo de menos para él. Conforme bajaba el cursor sobre la biografía de aquel marinero de una breve pasada, ante él apareció la chica pelirroja, Ana de Alúa. Su boca se abrió como una caja registradora y sin dejar de leer tras pinchar en su breve biografía, se empapó de la vida y la maldición de aquella joven.
Resultó ser una tripulante casual, pues su padre la obligó a partir con ella en parte por miedo a perderla en las islas por la guerra y por borrar de su pueblo natal las habladurías de su reciente embarazo causado por el hijo de un simple granjero. Huérfana de madre, la joven se hizo a la mar sin muchas reticencias, pues la noche antes de partir con su padre, halló a su amado retozando con una ramera del pueblo. Ésta despechada, juró vengar su agravio con la venganza de castigar a su novio sin conocer jamás a su futuro hijo.
Perdiendo poco a poco las fuerzas que levemente le sujetaban en aquella inmensidad, recordaba el impacto de aquella lectura hecha horas antes. Todo encajaba en su pequeña mente aficionada a adivinar los guiones de una película; Ana murió sola, abandonada a su suerte y engañada por un hombre del que se vengó con su partida… la misma historia que ese supuesto fantasma provocó para que su mujer huyera de sus brazos. ¿Era posible pensar que la esencia maligna que no abandonó este mundo mortal de aquella pobre chica, retrató su venganza en todo hombre que le recordara al padre de su hijo?

Era y lo fue, él lo estaba comprobando en sus carnes. El reloj de pared marcaba la 3:00 de la
madrugada, una hora significativa y extrañamente habitual entre los casos de apariciones. Cerró los ojos unos instantes por el cansancio y como si algo o alguien no quisiera que su cuerpo desfalleciera, un ruido se coló a través de su ventana junto al leve frescor de la noche. Saltó de la cama con premura y cuando se asomó divisó como una mujer atravesaba la reja blanca que separa el garaje privado de su chalet del exterior y lo miraba pidiéndole que la siguiera. El viento dejó al descubierto su rostro, era Marisa. ¿Era su mujer, los efectos anodinos del alcohol o el agotamiento y su heridas?
La demencia se apoderó de sus extremidades y prácticamente lo arrojó semidesnudo por las escaleras, cruzando su salón ibicenco, sorteando con torpeza las sillas que rodeaban el comedor y contemplando de lejos aquellas fotos tan bonitas que reposaban sobre la chimenea enladrillada, que se hicieron en su viaje de novios a Egipto. En el hall y a través de los cristales de la puerta enrejada y mezclada con la lluvia intensa del exterior, distinguió una estela de barro que se marcó extrañamente sobre el suelo enlosado del garaje y que se iba borrando poco a poco con la tormenta.

¡¡¿Marisa, Marisa eres tú?!! -gritaba desconsolado sin respuesta.
Ahora más que nunca estaba seguro de que aquello no era un espejismo y que su mujer quería que fuera tras ella como la noche en que desapareció.
Sin coger abrigo ni paraguas con el que refugiarse, siguió al trote de su desesperación y salió al exterior de la casa. Mojado y con su pelo largo tapándole media cara, captó el murmullo de una voz que le decía en sus adentros: -¡¡ Ven conmigo, donde tantas veces hicimos el amor!!
Ya en el coche y agarrado al volante como si fuera la primera vez que conducía, agarrotado y sin secar su cuerpo, pisó el acelerador y condujo el camino que en pocos minutos lo separaba de la verdad. Una verdad que en los momentos actuales pedía paso ante su destino.
Tan eterna se hizo la distancia como estos breves instantes en los que repasaba su escasa vida. La madrugada se alió con sus ansias de llegar a la playa, pues en esa ocasión la carretera estaba vacía. Sobre un verde y enfangado parking musgoso e improvisado, dejó el vehículo y descendió por las escaleras que se acomodó con el paso de los años a los visitantes de aquel lugar enclavado en un entorno tan atractivo como peligroso.
Creyó distinguir dos jóvenes bañándose en el mar, solo vestidas por la sal del mar y cubiertas por el agua de cielo y la tierra. La locura de un fin de semana y la capacidad de hacer aquello, pues la playa era nudista, lo sacó de una posible irrealidad y una vez que sus pies pisaron la dorada arena mojada, buscó inútilmente a esas posibles novias. Fijó de entre la oscuridad nuevamente su mirada y contuvo durante unos instantes eternos el parpadeo de sus ojos, cuando al salir aquellas esculturales mujeres del azul salado, se percató de que eran Marisa y Ana. Ambas cogidas de la mano y sonriéndole con melosa provocación, fueron trasladándose como en destellos o pequeñas teletransportaciones hacía aquel peñón llamado Isla de Castro. La bajamar acompañada de aquella incesante tormenta conformaban una peligrosa trampa mortal, pero su sentido común era ya
ignorado por su desconsolada búsqueda de la verdad.
Hipnotizado por las dos deidades que marcaron su pasado, presente y futuro, se encaminó a su destino cuando cruzó el camino arenoso que unía ambos parajes. En la corta, pero escabrosa altitud de aquel rocoso abismo ya reposaban altaneras y deslumbrantes y sin explicación los dos espectros .
Estudió brevemente una escalada sobre varias hendiduras de la piedra y con la ayuda de los
matorrales que parecían el cabello de aquella pequeña mole, fue escalando con sumo cuidado de no resbalar entre la mezcla de la lluvia y sus zapatillas embarradas.

Dos resbalones fueron los causantes de la apertura de sus recientes heridas y el escozor que martirizaba sus manos medio ensangrentadas, iba restando las pocas fuerzas que le quedaba a su cuerpo. Miró como pudo hacía la cima conforme sus ojos esquivaban las gotas de la tormenta y una furia se apoderó de su interior cuando contempló las risas de complicidad de ambas mujeres viendo su torpe ascendencia. Respiró profundo y se dijo así mismo que el dolor era solo imaginario, gritó hasta romper su voz y desgarrando nuevamente sus manos, brazos y piernas consiguió alzarse hasta la cúspide.

¡¡Ja, ja, ja, ja!! ¿Tienes ganas de saber? -dijo esta vez Marisa acercándose sorpresivamente
hacía él y provocando su estupor.
¡¡Solo quiero dormir en paz, aquí o durante la eternidad!! -gritó roto de dolor, ante tanta
ignorancia.
Que así sea – murmuraron ambas jóvenes.

No hubo reacción posible, solo el tiempo insuficiente de ver como aquellos dos seres volvían a abrirse en canal el vientre y se abalanzaban sobre él empujandolo al lado contrario por donde consiguió subir.
En la caída, como si el fantasma de su mujer se adueñara de su cerebro, le mostró la verdad de aquella fatídica noche en la que sus incontrolados deseos mataron su amor con el adulterio. Ella en el monovolumen, rota de dolor, una mano al volante y la otra en su vientre, lloraba si parar y no dejaba de gritar que lo odiaba con todas sus fuerzas y que se vengaría para el resto de su misera vida. En aquella escena y detrás de su asiento, la bruma corpórea de Ana de Alúa con su vestido verde esmeralda y que él en la fiesta no se percató de que no correspondía a la época actual, (pues el deseo le cegó) le susurraba al oído que se dejara morir y le robara el amor de su hijo a un padre que no se lo merecía.
La siguiente escena ya mostraba como las lágrimas de Marisa caían sobre la arena que los vio hacer el amor y de como sus cortos y firmes pasos se adentraban como podían en la pequeña isla, bordeando la calma del mar que se asemejaba a aquella noche y que se distorsionaba por la lluvia copiosa. Sus manos se agarraron al pequeño acantilado que se formaba en la orilla del ala oeste de aquella isla, aquella que hacía siglos también oteó el naufragio del galeón donde Ana debió haber muerto, para no sufrir la condena de ese año de soledad y locura que le hizo perderse en la mar, como así hizo su mujer. Mirando a la inmensidad acuática y gritando al horizonte que volvería a por el traidor amado, su mujer se dejó caer al agua y la escena que aconteció en 1642 se repitió a su vez como si las dos épocas estuvieran separadas por una sola cuerda temporal. Dos mujeres se dejaban
ir por la corriente con la misma mala fortuna, su vientre impactó sobre una roca afilada que tapada por el mar, desgarró su vientre y dejó que éste se tiñera a su alrededor de tinte rojo como el vino más puro. Sergio contestó así a su alma y cuando cayó sobre la planicie cristalina del mar, el espíritu de su mujer lo abandonó como el humo de un fumador a través de su boca y una última imagen le hizo paralizar sus pulmones en la recogida de aire, Marisa y Ana reían ante él y desaparecían sobre la superficie del mar.
Quietud, ese anhelo del que hablaba al principio de esta historia, su historia. Contada como en un flashback, mientras su cuerpo inerte y medio inconsciente por el golpe dado contra la misma roca que rajó los vientres de las dos mujeres, se dejaba ir tragando poco a poco el agua verdosa, aquella cristalina tortura que se apoderó de sus últimos sentidos y que al fin y al cabo solo terminó por cerrar su destino esperado.
Sergio Betanzos murió aquella noche de tormenta y su cuerpo nunca fue hallado. Las malas
lenguas hoy día cuentan que tres sombras desnudas se asoman sobre la Isla en las noches de lluvia y velan por los amantes nocturnos y por aquellos que son engañados por sus parejas.
Ya sabes, antes de engañar a tu pareja asegúrate de que tu amante no se llame Ana, Marisa o Sergio. Dulces sueños.

FIN

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